¿Lobo, estás?, por Alejandra Correa


Algo de lo que me enseñó el Festival de Poesía en la Escuela, viajó conmigo al I Festival Internacional de Poesía de Córdoba.

En el juego infantil, uno de nosotros, el que tenía ganas de hacer de malo, era el lobo. Los demás jugábamos en el bosque distraídos, o fingiendo estarlo. En tanto el lobo se iba vistiendo, prolongando el suspenso.

 - ¿Lobo, estás?, preguntábamos. Y el lobo respondía:
-  Me estoy poniendo los pantalones.


El jueves 22 de marzo pasado, a las tres de la tarde emprendimos un paseo por el bosque. Este bosque del que hablo tiene casas, calles, esquinas, un río seco y enjaulado dentro de un lecho de piedra. En él viven familias, trabajadores, niños, jóvenes, mujeres embarazadas y ancianos. Y hay una escuela. Por la mañana tiene un nombre. Por la tarde otro. Nosotros fuimos hacia el nombre de la tarde IPEM 194, Nicolás Lobos Porto, en el barrio Güemes, de la ciudad de Córdoba.

Lo que sabía de los chicos que allí nos esperaban era poco, un mail del profesor de historia que había coordinado con los chicos la lectura de mi libro “Los niños de Japón”, ya que sabían que yo participaba del Festival de Poesía en la Escuela junto a un grupo de poetas en Buenos Aires. Ahí me decía:     
  • “Los chicos que concurren a esta escuela tienen poca relación con la lectura y la poesía. Tienen entre trece y diecisiete años."
  •  “Al contarles que nos ibas a visitar, algunos alumnos empezaron a escribir poesías y las leímos en el aula. Algunos  se soltaron y pudieron expresar sus sentimientos y estados de ánimo.”

Quién sabe por qué, fui pensando en el lobo. Había algo que amenazaba, no sé si en la respiración de lo que se decía, o tal vez bajo el calificativo “escuela urbana marginal”… No sé dónde, pero estaba.

Fue mi día especial dentro de este I Festival Internacional de Poesía de Córdoba. Esa mañana había llegado otro de los poetas invitados, mi querido amigo Roberto Raschella. Y si fue mi día especial fue porque Roberto decidió acompañarme a la escuela. El, con tres décadas de maestro en su haber y 81 vitales primaveras, había sido quien 15 años atrás me había dado la bienvenida al mundo de la poesía y, desde entonces, me honra con su amistad que no sabe de edades, señalando con su palabra y su mirada, un horizonte que siempre está más allá de las miserias de este mundo. “Yo sólo voy a mirar”, me dijo, con su habitual humildad.


Iba con nosotros Miriam Tessore –una de las organizadoras del Festival- y allí nos encontramos con Tania Arce, coordinadora del CEDILIJ  (Centro de Investigación en Literatura Infantil y Juvenil). Nos abrieron la puerta un grupo algo exaltado de porteros recientes, junto al profesor de historia y la noticia que ese mismo día habían renunciado las autoridades del colegio.

(-¿Lobo estás?
- Me estoy poniendo la camiseta.)

Una vez en el aula, se hizo una ronda de presentación entre los chicos. Casi todos dijeron su nombre y edad. Algunos peleaban entre las palabras y el auricular del mp3. Tania fue la sabia guía para llevar la charla hacia zonas infrecuentes. La editorial Recovecos, les había entregado a los chicos 10 libros. Algunos tenían el libro en la mano.

Me preguntaron todo sobre el procedimiento de la escritura: el por qué de los nombres de cada capítulo, de Japón como escena, del origami como arte, de la infancia como tema. Entonces, Roberto intervino. Se presentó, dijo que había sido maestro. Y me pidió que contara la experiencia personal que estaba detrás de ese libro y, en alguna medida, de toda mi poesía. La infancia. La orfandad. La muerte.

Entonces les conté. Me miraron como si fuera uno de ellos. Era uno de ellos. Una docente interrumpió con urgencia para preguntar por qué no estaba M. “A M. le gustó mucho el libro, escribió incluso”, dijo. Los compañeros le informaron que a M. lo había ido a buscar la policía a la casa. Había pasado la mañana en la comisaría del barrio. Una chica dijo haberlo visto minutos atrás en el patio. Lo van a buscar.

(- ¿Lobo, estás?
- Me estoy poniendo los zapatos.)

Llega M. con sus piercing y su gorra con visera en el horizonte de la mirada. Se desploma en una silla. Tiene la vista perdida hacia un punto que no está dentro del aula.

Seguimos hablando. En medio de lo que alguien está diciendo sobre el libro, la voz de M. apunta: “El libro es del dolor. Ella sufrió”. Algunos no lo escuchan y siguen hablando sobre sus palabras. A mí la frase me atraviesa como un arpón que tiende un hilo fino y sagrado entre M. y yo.

Hablamos de la infancia como realidad cruda, tan opuesta a las publicidades de Danonino donde pareciera que el problema más grave que puede tener un niño es ser más bajo que otro o ensuciarse las rodillas de los pantalones.


Ahora, algunos eligen un poema y lo leen. Eligen bien. Eligen certeramente. Otros se animan a leer, con orgullo sus producciones. Hablan del amor, más precisamente del amor que no es correspondido. M. se tiene que ir porque es el sonidista del acto del 24 de marzo que sucederá en unos minutos en el patio.

Cuando se va, alguien lee el poema que escribió a partir de la actividad en el aula. Habla de su mamá, de la muerte. El poema es sobre el dolor. El sufre.

Un compañero a puño alzado, mientras charlaba con el de al lado y se reía a destiempo, dice que va a leer un poema suyo, que acaba de escribir. El poema tiene rima y métrica de rap: “a mi amigo se lo llevó la policía/ qué puede hacer ahora la poesía”.

La respuesta está allí. Lo que puede hacer la poesía es decirlo. Contarlo, dejar testimonio, hacerse eco de lo que le sucedió al amigo. Sin esas palabras escritas, lo que le sucedió a M. se perdería en la nada.

Tania les pide que para terminar, dejen una palabra que sintetice lo que les pareció o sintieron con esta actividad. Hay dudas: ¿una palabra?, se preguntan. ¿Cómo una palabra? ¿cuál sería la palabra conveniente? Se ríen, piensan, parecen distraídos…

De pronto ella, una joven de ojos enormes dice: “Esperanza”. Enseguida, otra pone en el centro: “Pensar”. Y otra: “Ilusión”. Y otra: “Alegría”. Y él, el que nunca se sacó los auriculares de la oreja, dice: “Ternura”. Y todos se ríen y lo cargan. Y él sostiene la mirada y la palabra que puso en el centro como diciendo: estoy seguro de esa palabra.

Y entonces el chico que estuvo todo el tiempo a mi derecha se pregunta: “¿Por qué no vienen más seguido los poetas a la escuela?”

Les agradezco. Les digo que una persona que escribe no sabe muchas veces para quién escribe, a quién llegará lo que escribe. Pero que ellos acaban de darme la respuesta: escribo para ellos, los mejores lectores de este mundo.

Nos despedimos, me besan, me abrazan, se van rumbo al patio.

Entonces me cuentan que la escuela está siendo amenazada. Quieren cerrar el cuarto año y 
aparentemente detrás hay un plan para erradicar el barrio de casas pobres para construir torres: una muestra más de urbanismo conspirativo al servicio de la clase media al que nos tienen tan acostumbrados nuestros funcionarios. Una zona más de exclusión. Una muestra más de lo fácil que es tomar decisiones a años luz de un aula donde los chicos leen poesía.

Lo busco a M. en el patio, está detrás de la consola de sonido, le doy el libro que tengo para él. Me mira sorprendido, pero entiende el gesto. Nosotros estamos alerta para enfrentar al lobo, ahora mismo, en cualquier momento, cuando se haya terminado de vestir.

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